“Yo iba a un gimnasio, practicaba boxeo y allí me vinculé con gente totalmente distinta a la que yo trataba, pibes de La Cava, Villa Uruguay, Boulogne”, dijo en una oportunidad Guillermo Álvarez, más conocido por su apodo “El concheto”, un adolescente que a mediados de los ‘90 vivía con su familia en un imponente chalet en San Isidro.

Malas compañías o no, lo cierto es que ese joven con cara de “nene bien” cometió siete asaltos y mató a balazos a cuatro personas. La Justicia lo condenó a 25 años de cárcel en 1998, salió libre en 2015, pero la libertad le duró apenas tres meses. Volvió a caer por robarle 60 mil pesos a un ciudadano colombiano en la calle y desde entonces permanece detenido en el penal de Devoto.

Pero no siempre estuvo en Buenos Aires. Sus primeros años de detención, Álvarez los pasó en la Unidad Penal Número 2 de Gualeguaychú. Allí fue donde lo conoció el periodista Carlos Riera mientras hacía una recorrida por la cárcel. “Me lo crucé, nos pusimos a charlar y me dijo que tenía muchas cosas para denunciar”, dijo sobre aquel momento. Y así, sin planearlo, el cronista se convirtió en el primer y tal vez único confidente que tuvo “El concheto”.
“El concheto” y el periodista
Riera no tenía idea de quién era ese preso. Tampoco quería saber qué lo había llevado ahí. “Cuando estás con personas privadas de la libertad, uno no ahonda en los casos particulares, salvo que ellos quieran hablarte”, explicó el periodista a este medio, que entonces solo estaba interesado en conocer cuáles eran las irregularidades que quería denunciar el recluso.

A pesar del prontuario que lo había puesto tras las rejas, Riera aseguró: “No era un tipo que te diera miedo”. Por el contrario, sostuvo que Álvarez “era una persona normal, para nada violenta”. “Muy educado, inteligente, hablaba muy bien. No era el estereotipo de persona que uno cree que puede estar detenida”, añadió.

Todavía el periodista seguía sin conocer la historia de ese hombre que, dicho por él mismo, admiraba a Carlos Robledo Puch y había seguido casi con literalidad sus pasos, y también el ocaso. Una segunda visita sucedió al primer encuentro y algunas charlas más tuvieron después por teléfono, hasta que en un determinado momento, tan repentinamente como se conocieron, volvieron a convertirse en dos desconocidos.

“Yo corté la relación, actualmente no tengo ningún trato con él”, indicó a TN Riera, quien consideró llegado a ese punto que el objetivo por el que había accedido a ver al preso ya se había cumplido, y tomó distancia. Sin embargo, no se olvidó de la sensación que le dejó el tiempo que compartieron: “(Álvarez) Era una persona que estaba muy sola, que necesitaba establecer vínculos”.

En los más de diez años que Álvarez estuvo preso en la cárcel de Gualeguaychú, además de especializarse en artes marciales, estudió Derecho y finalmente se destacó en carpintería y armó un grupo en Facebook llamado Don Mario Carpintero, y vendió muchos muebles en la ciudad.
Quién era Guillermo Álvarez
Guillermo Álvarez creció en la zona de San Isidro en el seno de una familia con un buen pasar económico, pero solía pasar mucho tiempo en soledad. Su mamá se dedicaba a la venta de aparatos de gimnasia y casi nunca estaba en la casa y el padre era dueño de dos cines y de una galería comercial.

Con la llegada de la pubertad, también aparecieron los problemas de conducta. A tal punto escalaron esos problemas que lo echaron de tres colegios: el San Patricio, el Estrada de Acassuso y después del Instituto Fátima.

Muchos años después, ya desde la cárcel, “El concheto” explicó: “Yo iba a un gimnasio, practicaba boxeo y allí me vinculé con gente totalmente distinta a la que yo trataba, pibes de La Cava, Villa Uruguay, Boulogne . Me junté con ellos como un acto de rebeldía, de valentía. Les tenía un gran respeto. Me había criado en una burbuja y de pronto me hice de confianza de esta gente, fui a sus casas, conocí a sus familias”.

Y completó: “Yo siempre viajaba en remís y con ellos tenía que poner las moneditas para los colectivos. En un momento, como yo sabía manejar y ellos no, me dijeron ¿nos llevás a tal lado? Y así empezó el tema de los robos. Yo manejaba armas desde chico, porque iba a cazar, por eso no me dio miedo agarrar una”.
De “nene bien” a asesino serial
La historia de “El concheto” se terminó de torcer el 27 de julio de 1996 cuando Álvarez, a sus 18 años, salió junto con un cómplice en busca de un auto de alta gama para dar inicio a su raid delictivo. No era un capricho que el coche fuera de lujo sino una necesidad, ya que era parte del disfraz para hacerse pasar por clientes acaudalados y asaltar así los restoranes más caros de la zona norte del conurbano.

En esa búsqueda fue que se toparon con un Mercedes Benz estacionado fuera de una casa en la localidad de Martínez. Su dueño, el empresario Bernardo Loitegui, no se resistió ante lo que parecía inevitable, pero aun así “El concheto” desenfundó su arma, lo asesinó a sangre fría y se escapó en el auto de la víctima.

Unas horas después de cometer el crimen, Álvarez llegó con su banda en el vehículo robado al barrio porteño de Belgrano y asaltó el pub Company. Entre los comensales se encontraba, vestido de civil en su día franco, el subinspector de la Policía Federal Fernando Aguirre.

Uno de los cómplices de Álvarez, “El Osito” Reinoso, fue el primero en reaccionar cuando el policía dio la voz de alto y le disparó, desatando así el fuego cruzado en el que perdió la vida. Pero “El Concheto” no estaba dispuesto a dejar a Aguirre herido sin que se llevara su merecido y lo remató en el piso.

En ese mismo lugar se cargó también a su tercera víctima, una estudiante llamada María Andrea Carballido que había ido a festejar su cumpleaños con un grupo de amigas.

Después de cometer la masacre, Álvarez y sus cómplices huyeron a toda velocidad y dejaron a Reinoso gravemente herido en la puerta del sanatorio San Lucas de San Isidro, donde más tarde ese mismo día murió el delincuente.

Tras abandonar el coche que había robado, “El concheto” se tomó un remís y fue a la casa de su compañero recién fallecido en la Villa Uruguay para dejarle parte del botín que había conseguido a su familia, a modo de compensación. “A mí no me digas nada. Yo intenté salvarlo. Al cana que mató a tu hermano lo cociné a tiros”, le dijo Álvarez a la hermana de Reinoso.
La caída de “El concheto”
El arma que usó Álvarez para cometer los crímenes, Bersa 9 mm, nunca se encontró. De hecho, se especuló con que la hubiera escondido dentro del ataúd de Reinoso y aún hoy siga enterrada con los restos de “El Osito”. A pesar de esto, la suerte del asesino ya estaba sellada.

Una nena de 12 años, hija de la primera víctima de Álvarez, el empresario de Martínez, fue la que colocó al asesino en la mira de los investigadores. En una rueda de reconocimiento, la menor identificó a “El concheto” como el responsable de matar a su papá. También reconoció en una foto a “El Osito”, pero para ese momento ya estaba muerto.

El envión que lo precipitó en desgracia lo dio un remisero. En su declaración, el testigo aseguró que durante el viaje Álvarez le había mostrado un recorte en el diario que hablaba sobre el asesinato de Loitegui, y se jactó: “Yo maté a este tipo. El gil se quiso retobar y le pegué dos tiros en el pecho”.

Los testimonios habían cercado a Álvarez y según reflejaron las crónicas de esos años, cuando la policía fue a buscarlo al chalet de San Isidro, donde vivía con su familia, encontraron en su habitación recortes de los diarios en los que se informaba de los asaltos que había cometido y otros sobre “su ídolo” Carlos Robledo Puch, el “ángel de la muerte” que, entre 1971 y 1972, asesinó a once personas y cometió al menos 17 robos.
Crimen y castigo
A los 20 años, en septiembre de 1998, la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de San Isidro, condenó a Álvarez a la pena de 25 años de prisión por considerarlo penalmente responsable del homicidio del empresario Loitegui.

Un año más tarde, recibió otra condena a reclusión perpetua por tiempo indeterminado por los crímenes cometidos en el bar de Belgrano, pero también se lo vinculaba con otros robos y otros homicidios, que no pudieron probarse.

Los peritos que participaron en los procesos lo describieron como una persona a la que robar le daba placer. Era “un narcisista, un psicópata perverso”, decían, y de ahí su admiración por Robledo Puch, quien vivió también en San Isidro.

En 2000 recibió una nueva condena de 18 años de prisión por el asesinato con una faca de Elbio Aranda, un compañero de pabellón al que mató en la vieja cárcel de Caseros en 1997. Pero esas tres condenas no impidieron que en 2015 recuperara la libertad. La Cámara de Casación porteña le redujo la pena, algo que más tarde la Corte Suprema dejaría sin efecto.

Álvarez volvió a ser un hombre libre y también volvió a robar después de exactamente 96 días. Su víctima fue un hombre de nacionalidad colombiano al que le arrebató una mochila con 67 mil pesos a la salida de una financiera en el centro porteño. Ese golpe le valió la pérdida del beneficio y volvió así al penal de Villa Devoto, donde permanece detenido desde entonces.

Fuente: TN/Clarín
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